Los científicos no divisan un final cercano a la erupción del volcán
El 19 de diciembre de 1821, el volcán Eyjafjalla despertó después de cuatro siglos aletargado. Empezó a rugir y, con más o menos intensidad, no cesó hasta agosto de 1823. Así están las cosas: son caprichos de la Tierra.
La presencia de hielo en el glaciar que cubre el volcán y la propia naturaleza de la erupción determinan la explosividad, prosigue Fernández-Turiel, que ha regresado recientemente de Islandia. El agua que se funde y cae en el interior del cráter, por una parte, y la presencia de gases entre el magma, por otra, actúan como espitas que funden las rocas y expulsan partículas con gran violencia. Y, claro, «cuanto más alto llegan las cenizas, más posibilidades hay de que sean arrastradas por las corrientes atmosféricas» y perturben la navegación aérea, afirma Joan Martí, investigador del mismo instituto y secretario general de la Asociación Internacional de Vulcanología. Obviamente, si los materiales son de mayor peso, no llegan tan lejos.
El Servicio de Vulcanología de Islandia informó de que la pluma de materiales medía ayer unos cinco kilómetros de alto, con puntas de hasta seis, lo que supone «una actividad similar a la de lunes».
DIMENSIONES IMPRESIONANTES
Por ahora, dicen ambos investigadores del IJA-CSIC, el segundo episodio explosivo va de baja, pero sobre el cráter o en sus cercanías «sigue habiendo suficiente hielo como para alimentar nuevos episodios violentos». El cráter tiene unos 300 metros de diámetro. Realmente, las dimensiones en estas latitudes impresionan, explica Martí: en la cima de la montaña, a unos 1.600 metros de altitud, puede haber un grosor de 200 metros de hielo, pero hay zonas en Islandia que acumulan hasta un kilómetro. «Que ahora se detenga la fase explosiva no significa que puede haber una nueva dentro de unos días», insiste.
Artur Rivera
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